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- Psic. Laura Fernández Torrisi
- Naucalpan, Estado de México, Mexico
- ♆ Dirigido a público en general, con temas seleccionados para el bienestar de la salud emocional, el desarrollo humano y la familia. También a la comunidad de mujeres con ENDOMETRIOSIS.Quisiera aportar, por este medio y contando con mi preparación académica, así como con mi experiencia de vida, y laboral, algo que pudiera ayudar a mejorar la calidad de vida de quien lo lea. Servir de orientación para quien desée realizar cambios positivos, o para buscar el apoyo adecuado en el momento que se requiera. PARA TODA PERSONA INTERESADA EN SU CRECIMIENTO PERSONAL.
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martes, 4 de septiembre de 2012
ABANDONAR LA MASCULINIDAD PARA HACERSE HOMBRE
Por Sergio Sinay
Por eso, acaso, cada hombre cuya conciencia despierte, cada varón en el que aparezca su propia necesidad individual e intransferible de transformarse, se convertirá (si lo hace) en agente de un cambio que ya es impostergable.
A los 60 años un hombre que desarrolló una exitosa vida
profesional, como médico, decide reducir
al mínimo su actividad y dedicar buena parte de su tiempo a la pintura,
convierte su estudio en taller y dedica una parte importante del día a esta
asignatura pendiente. Su familia (mujer, dos hijos, tres nietos) descubren en
él una alegría, una vitalidad y una iniciativa desconocidas.
Un ejecutivo de 42 años, con grandes y ciertas posibilidades de ascender
a un puesto tope en la cadena hotelera en la que se desempeña, abandona de un
modo inesperado su carrera por la nueva posición (en la que participan, aunque
con menos posibilidades, otros dos colegas) y anuncia que se retirará de la
profesión. El y su mujer, arquitecta, han decidido mudarse, con sus dos hijos
adolescentes, a un pueblo del interior, donde administrarán la pequeña chacra
que acaban de comprar. La iniciativa fue de él, que deseaba compartir más
tiempo y proyectos con ella y estar más presente en la vida de sus hijos..
Un joven músico de 28 años, que toca en un grupo de jazz y dicta clases
de su instrumento en forma privada, se encarga del manejo de su casa y prepara
la cena cada noche de la semana para esperar a su pareja. Ella es una asistente
ejecutiva que trabaja todo el día en una empresa farmacéutica.
Un empresario de 37 años, dueño de su propia compañía de servicios
gráficos, ha decidido trabajar sólo hasta las tres de la tarde. Ha preparado a
alguien para que quede al frente de las decisiones. En la tarde él busca a sus
hijos en el colegio, les prepara la merienda y el baño, los ayuda en sus tareas
y, cuando las hay, acude a las reuniones de padres en la escuela Su esposa retomó, en esos horarios, sus
estudios de economía.
Un agente inmobiliario de 39 años, divorciado hace ocho luego de una
experiencia matrimonial de dos años, afronta una crisis emocional. Viene de
sufrir decepciones porque aspira a construir un vínculo de compromiso y armonía
con una mujer, pero no encuentra, hasta aquí, una compañera afectiva para ese
proyecto. Según él, las mujeres parecen estar más concentradas en aspiraciones
profesionales y sociales que en aspiraciones de construir una intimidad de a
dos.
He acompañado, en mi trabajo con
varones, las experiencias de estos hombres ¿Cómo encajan ellos dentro de la
masculinidad de nuestros días? ¿La representan? ¿Son excepciones? ¿Son, peor
aún, anomalías? Una cosa es cierta: no son mayoría. Y otra: son un síntoma.
Cada uno de ellos puede ser visto como el emergente de muchos otros,
minoritarios pero innumerables, como el denunciante de necesidades, deseos,
búsquedas, aspiraciones que los varones están comenzando a explorar. Lo hacen
con dificultades, con temores, con trabas ancestrales, con dudas y, en ciertos
casos, también con urgencias.
Breve historia de un modelo
A partir del siglo XVIII, cuando la Revolución Industrial cambió los modos y la organización de la producción económica, se instaló un modelo de masculinidad. Así como siempre le había tocado ir a los campos de batalla a combatir, ahora al varón se lo convocaba a las fábricas (hijas flamantes de la energía de vapor) a producir. Se acababa la familia como unidad económica que se dedicaba en conjunto a una tarea, agrícola o artesanal. Ahora los hombres irían a las fábricas, serían ellos los encargados de producir y, por lo tanto, de aportar económicamente al hogar, a través del salario, mientras las mujeres se dedicarían a la crianza, educación y salud de los hijos y a la administración del hogar.
Para dedicar toda su energía y disponibilidad a la producción (como a la guerra), el varón “debía” disociarse de su mundo emocional. El miedo, la tristeza, la duda, la ensoñación distraen, debilitan, son, desde entonces más que nunca, “femeninas”. Así como evolucionó la técnica y se consolidó la sociedad industrial a partir de aquel fenómeno social, también se consolidó, hasta convertirse en estereotipo, aquel identikit del varón. Definitivamente instalado en el mundo externo (fuera del hogar, fuera de sus emociones), para sobrevivir en él, el varón debió hacerse competidor, calculador, controlador, ejecutivo, decidido, físicamente fuerte, racional y, visto desde la contra cara, impiadoso, insensible, acorazado. Una vez instalado este modelo, se comenzó a llamar “masculino” a todo aquello que lo representaba y “femenino” a su contrapartida (la ternura, la receptividad, la duda, la sensibilidad, el miedo, la pasividad, la vulnerabilidad, la intuición).
El paso siguiente consistió en
hablar de la “naturaleza masculina” y la “naturaleza femenina”, adjudicando
origen natural a lo que es una construcción social y cultural. Si lo que
llamamos “femenino” y “masculino” fuera natural, probablemente habría más
armonía, menos enfrentamiento y desacuerdo entre varones y mujeres. Desde los
años 60 del siglo pasado, las mujeres comenzaron a cuestionar vivencial y
existencialmente los lugares fijos de la “masculinidad” y la “feminidad” y
contribuyeron, aunque no exclusivamente, a transformar las costumbres sexuales,
los modelos de pareja, los patrones familiares y buena parte del panorama
social y económico. Acaso lo hicieron porque, si bien los modelos rígidos
afectaban ambos por igual, disociándolos de una mitad de su ser, ellas estaban
en un espacio más reducido, el doméstico, aunque más en contacto con sus
necesidades emocionales.
Los varones no acompañaron esa danza,
realizando sus propios pasos. Y el final del siglo veinte los encontró en
crisis con su propia condición.
Nuevos escenarios
En el mundo contemporáneo, muchas
cosas que le estaban garantizadas al varón para desempeñarse como tal, y
recibir su certificado de hombría, cambiaron sustancialmente. Entre ellas:
·
No
hay un lugar asegurado para el varón joven que se inicia en el mundo del
trabajo. El hombre productor carece entonces, de base firme para ejercer su rol
·
Antes, cuando un varón cumplía los
mandatos y alcanzaba un desarrollo económico o profesional, podía confiar en
que éste sería permanente. Hoy no. Nadie está seguro en ningún tramo de la
cadena productiva, ni el presidente de directorio ni el cadete.
·
El papel de proveedor económico, que
le estaba destinado al varón y que, si bien lo privaba de experiencias emocionales, le daba poder
cierto en el plano familiar y social, ha probado no ser una exclusividad masculina.
Por necesidad o por elección, las mujeres se mostraron como productoras y
proveedoras económicas.
·
Las certezas, una herramienta
esencialmente masculina de manejarse en el mundo, han desaparecido en todos los
planos, para dejar paso a la incertidumbre.
·
La sexualidad dejó de ser como la
contaban y la ejercían los varones. Desde la píldora en adelante las mujeres
recuperaron la propiedad de sus cuerpos, de su deseo y con ello de su propia
iniciativa sexual. Ya no se trata de una relación sujeto activo-objeto pasivo,
sino de un intercambio y de una exploración conjunta, a la que el varón
contemporáneo no ha sabido ni podido adaptarse aún a través de un replanteo de
su propia sexualidad, tradicionalmente basada en el rendimiento (como tantos
otros aspectos de su vida).
·
En los nuevos modelos familiares
desaparecieron los roles rígidos con funciones estrechas y, por lo tanto, el
lugar del padre ya no puede ejercido mediante la aplicación automática de la
autoridad. Debe ser reocupado, redefinido y resignificado mediante una
presencia activa, física y emocional, para la cual los hombres adultos de hoy
carecen, en su mayoría, de modelos traídos de su experiencia como hijos.
Hacia los años 60, precisamente, la
escritora Esther Vilar, argentina formada y residente en Alemania, estimuló discusiones y revisiones con su
descripción del varón domado, que
destruía sin piedad la mitología del macho poderoso y la mujer sometida. Si
bien aquello no cambió los parámetros existentes, sí mostró, por primera vez de
manera masiva, las debilidades ocultas del modelo machista tradicional.
Hoy, a la luz de los cambios que
reseñé, cabría hablar de un varón
desorientado, al cual los lineamientos tradicionales de la masculinidad le
permiten aferrarse a ciertos espacios, pero no le garantizan satisfacción
espiritual, ni un lugar cómodo en sus vínculos (de padre, de pareja, de jefe,
etc.), en los que a menudo se ve o se siente cuestionado.
Hombre joven, hombre adulto
Los hombres que han trascendido los
cuarenta y se encuentran con que eso es hoy apenas la mitad de la vida, se
empiezan a cuestionar qué hacer con la segunda mitad y, cada vez más, se
deslizan a crisis existenciales que se expresan de modos diferentes. Puede ser
la aparición de una crisis vocacional, el descubrimiento de asignaturas
pendientes (emocionales, vocacionales, físicas), divorcios, búsqueda de nuevas
compañeras (generalmente más jóvenes, como si se persiguiera una ilusoria
transfusión de vigor para no dejar de ser el que se supo ser), viajes
iniciáticos, reencuentro con hijos de los que se encontraban distanciados por
su propia ausencia; a veces los conmueve un tema de salud que les recuerda que
tienen un cuerpo (no sólo una herramienta de rendimiento laboral y sexual), o
se replantean de la relación con los propios padres (ya sea para salir del
lugar de hijos o para una aproximación reparadora).
Algunos, presas de insatisfacciones
indefinidas, se proponen súbitas metas económicas (“Se acabó, ahora lo que
quiero es tener mucha plata”) que a veces cumplen aunque con altos costos
emocionales, vinculares o físicos. Otros entran en una suerte de ostracismo
social, se retiran de sus vínculos de amistad porque dejan de encontrarlos
significativos, o manifiestan un bajo perfil sexual.
Los varones saben muy poco de su
propia menopausia, de los cambios hormonales que los afectan, de las
variaciones anímicas, de las transformaciones en conductas y actitudes que los
pondrían en un plano de mayor armonía, de las necesidades que se inauguran a
medida que evolucionan. La desorientación masculina se intensifica, con frecuencia, por la
repetición de hábitos, pautas y comportamientos incorporados de un modo
automático, siguiendo mandatos culturales, familiares y sociales, jamás
revisados o cuestionados. Esto los desfasa respecto de las mujeres, de sus
hijos, de nuevos espacios que se abren en el mundo en el que viven.
Desorientados, pues, algunos se sumergen en más de lo mismo (el varón workaholico suele corresponder más a una
huída que a la búsqueda de un objetivo) o en sujetos en fuga (lo que las
mujeres, desalentadas, llaman fóbicos).
Se suele decir que este perfil
corresponde a un varón ya en retirada, que las nuevas generaciones masculinas
son distintas, más sensibles, más conectados con lo emocional, conectados de
otra manera con el trabajo o con la mujer. En parte eso es así, pero sólo en
parte. Los varones jóvenes no nacieron de repollos, ni los trajo la cigüeña.
Son hijos de padres mayormente formados bajo un modelo muy estructurado y es lo
que han conocido como patrón. Han cambiado, se han flexibilizado los discursos
acerca de la masculinidad. Pero siempre un discurso cambia más rápido que una
conducta. Ni a los hombres adultos ni a los jóvenes los satisface
existencialmente el modelo masculino “oficial”. Ese modelo genera malestar
emocional, pobreza vincular y, también, deterioro de la salud física. Los
varones viven menos que las mujeres, son más propensos a las dolencias
cardiovasculares, a los efectos del estrés, a los accidentes, a ser víctimas y
victimarios de la violencia. Hay razones fisiológicas para esto, pero conviven
con un alto componente de toxicidad cultural.
Cada vez más varones jóvenes parecen
proponerse un nuevo modelo. Y se los elogia diciendo de ellos que son más
“colaboradores” en lo doméstico, en la crianza de los hijos, en lo conyugal.
Sin embargo, el “colaborador” no es un co-protagonista. Se mantiene como actor
de reparto. Probablemente así sea mientras los hombres no comiencen una
transformación interior. Suele decirse que como es adentro es afuera. Los cambios de los varones tienen hoy más del
afuera que del adentro. Y esto no es cuestión de edad, sino de género.
Una puerta maravillosa
De acuerdo con mis experiencias,
cuando un varón se propone reencontrarse con esa parte perdida de sí mismo que
es su mundo emocional, sus aspectos sensibles y receptivos, hay una puerta
luminosa que lo conecta con ese territorio. Es la puerta de la paternidad.
Cuando un hombre habilita, transita y ejerce sus funciones paternas, se
producen en él notables transformaciones. Aparecen la empatía, la solidaridad,
la capacidad de escuchar, la ternura (que en el varón no se manifiesta del
mismo modo que en la mujer), la intuición.
La paternidad parece tener para el
varón, una poderosa cualidad reparadora, sanadora. No se trata sólo de la
paternidad vinculada con el nacimiento de un hijo (ni hablar de cuando es el
primero), sino de todos los tramos posibles de esta vivencia masculina. Hay
hombres que descubren su mundo emocional y se hacen protagonistas del mismo
cuando nace ese hijo, a otros les ocurre cuando por alguna razón vinculada a
las historia de sus vidas, inauguran un vínculo diferente con un hijo que ya
está en sus vidas; otros acceden a esta vía a raíz de la turbulencia que
deviene de la adolescencia de sus hijos. Hay quienes revisan sus vínculos como
hijos y, al tiempo que se reposicionan como padres, construyen una nueva
relación con un padre con el que acaso los unió el temor reverencial, la
distancia o el silencio. La paternidad se le ofrece al varón como una valiosa herramienta
para el reencuentro consigo y con los otros hombres. Allí no hay riesgos de
sospechosas “blanduras”, no hay nada de “femenino” en el ejercicio emocional
pleno de la paternidad. Los hombres que se conectan con esta evidencia se
transforman.
Las funciones paternas son, entre
otras, la transmisión de valores (a través de actos antes que de palabras), la
habilitación del mundo exterior para el hijo, la instrumentación de los
vástagos para la entrada en ese mundo y el acompañamiento en tal entrada, la demarcación
de límites que en lugar de amedrentar y postergar, ayuden a crecer y a entender
las reglas de la vida, la transmisión de un modelo emocional diferente y
complementario del femenino. Esto se transmite en conversaciones, en juegos, en
experiencias compartidas. Y tales funciones son posibles siempre, a cualquier
edad, el vínculo del padre con el hijo no se juega en una sola acción. Esto es
algo que los varones, acostumbrados a las apuestas extremas, a veces tardan en
comprender. Y las funciones paternas, por fin, exceden la cuestión de sangre.
Es decir, un hombre las puede ejercer con sus hijos biológicos o con los del
corazón, con los que gestó o con los que adoptó. Siempre habrá hijos e hijas
necesitados de ellas, que las recibirán como un nutriente irremplazable.
Acaso al ejercer su pleno protagonismo en la
paternidad, algo que parece un proceso inevitable e impostergable, los varones
empezarán a salir de una armadura que los aprisionó durante siglos. Afuera, hay
quienes los esperan. Robert Moore, profesor de Teología y Religión, del
Seminario Teológico de Chicago, psicólogo jungiano y autor de La nueva masculinidad junto Douglas
Gillette, afirma: “El enemigo de ambos sexos no es el sexo opuesto, sino la
fragmentación del sí mismo de cada uno”. En esa fragmentación los hombres
quedaron aislados de su mundo interior. Regresar allí es prioritario para
completar la transformación del varón, a la que el filósofo Sam Keen, autor de Fuego en el cuerpo e Himnos a un Dios desconocido, llamó “la
gran revolución pendiente en el siglo XXI”.
¿Representan una esperanza esos los varones todavía
minoritarios que se van internando en esa revolución pendiente? ¿Son apenas un
error? ¿Sobrevivirán? ¿Auguran la posibilidad de otro paradigma masculino? ¿Son
concientes de lo que enuncian? Esta serie de interrogantes podría converger en
uno solo, el siguiente: ¿es posible
transformar el paradigma masculino, instaurar en su lugar un modelo de hombría
sostenido en la fuerza del amor, en el coraje del espíritu y en la bravura de
la compasión?
Si dijéramos que
estos varones no cambiarán algo, que no sobrevivirán a su intento, que
nada anuncian, estaríamos señalando que la toxicidad de lo masculino conocido e
imperante es algo natural, inherente a la vida. La complementación de los sexos
sería entonces una mera utopía y la única vía para garantizar y honrar a la
vida, el amor, el cuidado, la sanación y la solidaridad en este planeta
consistiría en eliminar al sexo tóxico para que reine el otro. Una absurda
paradoja. Ciertas posturas feministas radicales parecen postular esto. Con más
palabras y teorías suelen terminar por proponer, en espejo, lo mismo que los
hombres machistas: un mundo sin el opuesto complementario, sin integración
creadora fecundante, o a lo sumo, un
mundo en donde el otro sexo sea apenas un objeto al servicio del sexo al que
uno pertenece.
Creo, en cambio, que el paradigma masculino hegemónico
es una deformación dolorosa y dañina, la metástasis de la intolerancia, un
modelo de pensamiento y de acción a contrapelo del propósito esencial de la
vida, que es el de perpetuarse a sí misma preñada de trascendencia y
significado. Los pocos, silenciosos e ignotos hombres que atraviesan la
experiencia de una masculinidad vital son emergentes de otro paradigma, ellos anuncian,
sin pretenderse profetas, la existencia del mismo. No representan, lo he dicho
en uno de los capítulos iniciales, un movimiento, no han desarrollado lemas ni
consignas, no siguen políticas conjuntas (salvo aislados grupos). No arrastran
a la sociedad ni, mucho menos, a masas de varones detrás de sí. Viven sus
vidas, crean vínculos diferentes, exploran caminos distintos, procuran darle a
sus existencias un sentido emocional, espiritual, afectivo profundo. A menudo
lo hacen solos, sin conocerse, simplemente honrando sus vidas y vínculos
cotidianos. Tratan, aunque no lo declamen, de que su paso por la vida deje una
huella fecunda, una simple y pequeña huella fecunda. Observados en el conjunto,
muchas veces estos hombres parecen anómalos, sapos de otro pozo, patitos feos.
Todos sabemos cómo terminaba el cuento de Andersen: el patito era un cisne
bello y majestuoso. Sólo por eso los patos, ignorantes, se burlaban de él, lo despreciaban, no lo
incluían en la comunidad de los patos.
El tiempo de
las conductas
¿Cómo se transforma un paradigma? ¿Cómo se cambian
creencias profundamente enraizadas, tan profundamente como para hacernos
confundir un mandato cultural con una ley natural? De acuerdo con mi
experiencia, ese cambio es más viable y sustentable cuando comienza por las
actitudes, por las acciones, por las conductas. Así se han impuesto y
consolidado los paradigmas vigentes. No a través de discursos, ni de lecturas,
sino de hechos cotidianos, perceptibles. Podemos pasar siglos describiendo,
denunciando y explicando el modelo machista y sus consecuencias, podemos
convocar foros, publicar libros, filmar películas, producir videos, organizar
mesas redondas. Los asistentes estarán de acuerdo. Ya ha ocurrido. Y seguimos
viviendo en el mismo mundo, bajo los mismos mandatos, acaso maquillados. No es
que todo lo anterior no sirva. Contribuye. En un momento inicial es necesario
hablar, denunciar, escribir. Así empieza el camino. Pero si de veras ansiamos
un cambio, en un momento de la marcha esto deberá ser apenas el complemento, no
el plato fuerte. Habrá llegado el tiempo de las conductas. O nada cambiará y
terminaremos diciendo escépticos, como alguna vez lo hizo James Joyce: “Si no
podemos cambiar de país, cambiemos de conversación”.
¿Qué son conductas? La respuesta a esta pregunta puede
abrir un abanico sorprendente. Veamos cuándo y cómo, de qué maneras reales y
accesibles, un hombre cambia una conducta y, por lo tanto, ayuda a la
transformación de un paradigma:
Un hombre que
tiene prioridad y tiempo para atender a sus hijos, para preguntarles y
escuchar, para compartir experiencias con ellos, que participa activamente de
la crianza de esos hijos, aunque eso signifique postergar un ascenso
profesional o resignar un ingreso, cambia de conducta y ayuda a transformar un
paradigma.
Un hombre que se
niega a morir o a matar en una guerra y afronta las consecuencias de esa
decisión, cambia una conducta, ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que,
en cualquier actividad (ya fuere comercial, política, deportiva, militar,
económica, organizacional, investigativa, científica, tecnológica, cultural o
sanitaria) se niega a cumplir órdenes o mandatos inmorales, fuera de ética,
corruptos, que dañen a otros, a cualquier ser vivo o al medio ambiente, aunque esa negativa
tenga consecuencias económicas o curriculares, cambia una conducta y ayuda a
transformar un paradigma.
Un hombre que
respeta las leyes y las normas, aunque le obstaculicen el camino o se lo
alarguen, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se
niega a que la corporación que lo contrata pretenda comprarle la vida con el
salario y que hace respetar sus horarios, sus ideas, sus necesidades y sus
espacios personales, cambia una conducta y transforma un paradigma.
Un hombre que
cuando siente que ama dice “Te amo”, y traduce su amor en actos y no cree que
eso lo convierte en un sometido, cambia una conducta y a ayuda a transformar un
paradigma.
Un hombre que
reconoce cuándo no puede, o cuándo no sabe o cuándo ha sido vencido en buena
ley, así fuere en los negocios, como en el deporte, en el amor o en la
política, y que no prepara su revancha como primer objetivo, cambia una
conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que
actúa en política y no vende sus sueños, sus utopías o su proyecto para un bien
común, aunque eso signifique tener menos poder, cambia una conducta y ayuda a
transformar un paradigma.
Un hombre que no
se vanagloria de victorias deportivas obtenidas a cualquier precio (trampas,
violencia, doping, influencias de poderes externos, soborno), que no acepta
esos precios y que los denuncia, cambia una conducta y transforma un paradigma.
Un hombre que ve
en las mujeres algo más que una vagina, un par de pechos o un par de piernas
que sostienen unas nalgas turgentes, un hombre que respeta lo diferente de lo
femenino y se interesa por conocerlo y honrarlo, un hombre que para ser fuerte
no necesita una mujer débil, que para ser sexualmente activo no necesita una
mujer sexualmente inerte, que para ser tierno no necesita que su mujer sufra,
que para valorizar su modo de ver el mundo no necesita descalificar el de la
mujer que está con él, un hombre que pueda escuchar a la mujer sin interrumpir
y sin verse obligado a dar respuestas y soluciones, un hombre que se atreve a
mostrar a su mujer sus capacidades e incapacidades, su inteligencia y su
estupidez, su fuerza y sus flaquezas, su capacidad sanadora y sus heridas,
cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que
acompaña el crecimiento de sus hijos y les transmite confianza y admiración,
sin desvalorizarlos cuando ellos se equivocan en la búsqueda o no se amoldan a
la expectativa de él, que incluso los autoriza a equivocarse, que los guía con
límites firmes y afectuosos y que les garantiza con actos el carácter
incondicional de su amor, cambia una conducta y ayuda a transformar un
paradigma.
Un hombre que
elige a su mujer y que, mientras las razones profundas de esa elección sigan
vigentes, la honra siéndole fiel y confiando a su vez en ella, cambia una conducta
y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se
autoriza a cambiar su vocación cuando una voz interior se lo pide, que se
permite ganar menos y disfrutar más, que puede verse desnudo, sin el traje de
su oficio y profesión, y disfruta de lo que ve, que no posterga sus prioridades
espirituales y emocionales en nombre de la exigencia productiva, cambia una
conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que no
arma su identidad según el juicio, el gusto y la opinión de los otros (en
especial cuando los otros son personas atadas al paradigma machista), sino que
se permite seguir sus gustos y atender sus necesidades, cambia una conducta y
ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que
renuncia a actividades depredadoras como la caza, el tiro, la tala
indiscriminada, la modificación injustificada de paisajes, la construcción
destructiva y contaminante, y que se
propone respetar todas las formas de vida existentes, cambia la conducta y
ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre
respeta límites de velocidad, que no sale a la calle a imponerse, que no usa su
auto como un arma, que aprende a ir más lento aunque llegue más tarde, que no
cambia su coche frecuentemente sólo para demostrar su poder, y para disimular
sus inseguridades, que se priva, de esa manera, de contribuir al consumo
estéril, derrochador y contaminante, cambia una conducta y ayuda a transformar
un paradigma.
Un hombre que se
preocupa por su salud y le da un espacio no marginal en su espectro de
ocupaciones, para que de ese modo no sean otros (su familia, la sociedad) los
que tengan que cargar con las consecuencias, cambia una conducta y ayuda a
transformar un paradigma.
Un hombre que se
niega a ser manipulado por quienes le generan falsas necesidades, lo incitan a
la competencia fatua, o pretenden seducirlo con ilusiones de poder o identidad,
y se niega a rendirse ante el consumismo obsceno, descarado, depredador y
contaminador de la sociedad contemporánea, cambia una conducta y ayuda a
transformar un paradigma.
Un hombre que
abre espacio en su vida para las exploraciones, las preguntas, las búsquedas y
las experiencias espirituales (no necesariamente religiosas), cambia una
conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que,
en su vocabulario y conversaciones de todos los días, se niega explícitamente a
usar palabras como matar, robar, joder (a otros), usar (a otro), coimear o
zafar (entre otras afines) y que se propone concientemente incluir términos
como amor, amar, ayudar, pedir, comprender, perdonar, escuchar, aceptar, acariciar
o esperar, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se
preocupa menos por la economía y la tecnología y más por la mitología, puede
conocer la cantidad de dioses fabulosos que habitan en cada varón, las enormes
riquezas y potencialidades físicas, emocionales, psíquicas y espirituales que
éstos representan, la enorme pobreza interior que sobreviene cuando esos dioses
están dormidos o ignorados y la energía creativa que transmiten cuando se los
despierta y convoca. Un hombre que, sólo o con otros hombres, se propone
descubrir los dioses y mitos que lo habitan y los conecta con su vida
cotidiana, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que
aprende a jugar para divertirse y confraternizar, para intercambiar el
estimulante sudor del esfuerzo compartido, que deja de hacer de cada juego
(fútbol, tenis, básquet, hockey, etc.) un campo de batalla, cambia una conducta
y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que admite
sus límites, que se detiene en donde éstos comienzan y que da lo mejor de sí antes
de alcanzarlos, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que
compite para superarse en primer lugar a sí mismo, antes que para batir,
imponerse o humillar a otro, cambia una conducta y ayuda a transformar un
paradigma.
Un hombre que
hace de otro hombre su confidente espiritual y su apoyo emocional, que aprende
a escuchar el corazón de otro varón sin cuestionarlo, sólo recibiéndolo, y que
aprende a abrir el suyo y a depositarlo en las manos de otro varón, cambia una
conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que
rechaza explícitamente (de palabra y en actos) la conducta o el discurso
machista de otros hombres, así éstos sean sus amigos, cambia una conducta y
ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que
vive de acuerdo con los valores que predica en lugar de predicar valores que no
ejerce, un hombre que traduce su amor en hechos concretos de amor, su
honestidad en hechos concretos de honestidad, su sinceridad en hechos concretos
de sinceridad, su austeridad en hechos concretos de austeridad, su compasión en
hechos concretos de compasión, su solidaridad en hechos concretos de
solidaridad, su aceptación en hechos concretos de aceptación, cambia una
conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que
puede poner límites sin ser violento, un hombre que (ante su mujer, sus hijos,
sus amigos, sus hermanos, sus subordinados, sus superiores o ante los
desconocidos) puede ser firme y suave, claro y confiable, emprendedor y receptivo,
cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Cuantos más ejemplos se dan, más ejemplos acuden a la
mente. Cada varón puede traducir todas las propuestas anteriores a sus propias
vivencias de cada día y puede agregar, desde su propia experiencia masculina,
nuevos aportes. Cuantos más hombres, durante cada jornada, protagonicen más
cambios en sus actitudes y acciones, mayor cantidad de transformaciones serán perceptibles en el
universo que compartimos.
Cambiar el paradigma de la masculinidad tóxica
requiere la repetición de ciertas conductas de un modo sostenido y creciente,
el compromiso con una actitud y la convocatoria, hombre a hombre, a que más
varones lo hagan. Se trata de crear el campo mórfico de la masculinidad sanadora, nutricia, compasiva, amorosa,
fuerte, creativa. ¿Lo que hacen los monos es imposible para los hombres?
Probablemente no, siempre y cuando los varones asuman la tarea transformadora
con su energía mítica de Guerreros. Estos guerreros no van a ningún campo de
batalla exterior, no van a matar, a destruir ciudades y vidas, en nombre de su
dios, del petróleo o de una cínica versión de lo que llaman “paz”. El Guerrero interior, mítico, de cada varón
afronta otra odisea. El místico hindú Osho lo definió de esta manera: “Habrá
numerosos enemigos internos, pero no habrá que matarlos ni destruirlos; tienen
que ser transformados, tienen que ser convertidos en amigos. La rabia tiene que
ser transformada en compasión, el deseo en amor y así con todo. Por eso no es
una guerra, pero un hombre necesita ser un guerrero”*
Una de cobardes
y valientes
No ignoro que las ideas y propuestas que vengo
desarrollando en este capítulo pueden ser recibidas con sonrisas y comentarios
irónicos, cínicos o escépticos. No ignoro que me caerán calificativos como
“ingenuo”, “inocente” o, en el mejor de los casos “idealista”. En el universo
del cinismo materialista, “idealista” se ha convertido en un término
peyorativo. No ignoro que, en su mayoría, el escepticismo y la sorna provendrán
de hombres. Y será así porque para internarse en la transformación del modelo
masculino hegemónico y vigente, se necesita de un coraje que no se aloja en los
músculos (aunque llegado el caso, también se lo podrá encontrar allí), ni en
los testículos (después de todo, nacer con testículos no es un logro, sino
apenas un accidente biológico, tanto como nacer con ovarios). Se trata de un
coraje espiritual, profundo, que abarca a todo el ser y que se desarrolla junto
con la propia conciencia. Es un coraje que nos rescata del vacío existencial,
nos lleva a construir vidas con sentido y trascendencia, nos permite fundar, en
el día a día, una razón para nuestro paso por la vida.
Todos los hombres tienen testículos, pocos hombres
tienen coraje espiritual. Lo primero viene de fábrica, lo segundo se construye.
Durante su edificación se cambia y se mejora al mundo. Se puede pasar por la
vida sin coraje espiritual, ello no impide ganar dinero, coleccionar autos y
mujeres, tener mucho poder, estar arriba entre los top ten de la economía, la política, el deporte, la tecnología, el
sexo genital, la guerra. No se necesita coraje espiritual para responder a los
mandatos de una masculinidad empobrecedora y limitante. No se necesita coraje
espiritual para ser macho. Sólo basta con ser obediente. Y muy temeroso, casi
un cobarde. Temeroso de las consecuencias de elegir, de decir no, de seguir un
camino propio, de conectarse con el propio mundo emocional, de pedir, de
comprometerse, de entregarse, de confiar, de amar. El paradigma masculino hoy
vigente intoxica al mundo y a la vida en todos los aspectos. Forma hombres
cobardes. Va contra la vida.
Transformar ese paradigma no es una tarea que puede
esperar. No viene después de
solucionar problemas políticos, sociales o económicos. Viene justamente antes. Porque los grandes problemas que
aquejan hoy al planeta y a las personas en su vida y sus vínculos cotidianos
tienen una poderosa raíz en ese paradigma. Proponer su transformación y
proponer las conductas que la faciliten no es una muestra de ingenuidad. Es una
prioridad. El cambio lo necesita la humanidad en su conjunto. Pero no lo
producirá la humanidad en su conjunto. De acuerdo con los paradigmas con que
hoy vivimos, cuando los individuos se disuelven en categorías como pueblo, electorado,
masa, hinchada, público, mercado, clientela, admiradores, consumidores,
audiencia, ejército o, para éste caso específico, hombres, las energías más
oscuras, los instintos más atávicos, las creencias más siniestras y
depredadoras (tanto en lo material como en lo espiritual) parecen emerger y
desplegarse. La humanidad parece transitar aún un estadio muy precario, muy
primitivo de la evolución de su conciencia. En este estadio, cuando se sale del
plano personal y se pasa a lo colectivo,
la instancia grupal suele ofrecerse como un espacio de impunidad insalubre
antes que de comunión fecunda. Las instancias colectivas no son, aún,
escenarios transpersonales, que permiten extender lo propio hacia una totalidad
creativa, fecunda y trascendente. Habrá, quizá, un momento en que así ocurrirá,
en que cada ser humano se reconocerá como parte de una totalidad que lo
trasciende y que, al mismo tiempo, necesita de su singularidad para existir.
Como sucede con las células de nuestro cuerpo. Cada una es única, unidas dan
forma al organismo, el organismo no existe sin ellas ni ellas sin él. Pero no
es éste el momento. Hoy, la mayoría de las veces, los espacios masivos no
recuerdan a células que crean nuevos y sanos organismos. Parecen, en cambio,
tumores.
Por eso, acaso, cada hombre cuya conciencia despierte,
cada varón en el que aparezca su propia necesidad individual e intransferible
de transformarse, se convertirá (si lo hace) en agente de un cambio que ya es
impostergable. Al paradigma masculino tóxico lo cambiarán hombres de carne y
hueso, individuos que, en sus vidas cotidianas, en las experiencias reales y
accesibles de su diario existir, comiencen a actuar de manera diferente,
apartándose de mandatos insalubres para su vida física, psíquica y espiritual,
para la de sus seres cercanos y queridos y para la del planeta. Cada hombre que
cambie una de sus conductas hará cambiar al modelo. No será al revés. No habrá
primero un cambio de paradigma. Habrá primero una transformación en las
personas. O pereceremos intoxicados.
La esperanza sólo podrá tener el rostro de cada hombre
que asuma la responsabilidad de la transformación. Serán rostros anónimos.
Serán los que fueren. Cuando lo hagan. Mientras aún quede tiempo.
Escrito por: Sergio Sinay
Etiquetas:PSICOTERAPIA
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