Con la tecnología de Blogger.

Translate

Datos personales

Mi foto
Naucalpan, Estado de México, Mexico
♆ Dirigido a público en general, con temas seleccionados para el bienestar de la salud emocional, el desarrollo humano y la familia. También a la comunidad de mujeres con ENDOMETRIOSIS.Quisiera aportar, por este medio y contando con mi preparación académica, así como con mi experiencia de vida, y laboral, algo que pudiera ayudar a mejorar la calidad de vida de quien lo lea. Servir de orientación para quien desée realizar cambios positivos, o para buscar el apoyo adecuado en el momento que se requiera. PARA TODA PERSONA INTERESADA EN SU CRECIMIENTO PERSONAL.

Seguidores

Buscar este blog

martes, 4 de septiembre de 2012

ABANDONAR LA MASCULINIDAD PARA HACERSE HOMBRE


Por  Sergio Sinay
Por eso, acaso, cada hombre cuya conciencia despierte, cada varón en el que aparezca su propia necesidad individual e intransferible de transformarse, se convertirá (si lo hace) en agente de un cambio que ya es impostergable.


A los 60 años un hombre que desarrolló una exitosa vida profesional,  como médico, decide reducir al mínimo su actividad y dedicar buena parte de su tiempo a la pintura, convierte su estudio en taller y dedica una parte importante del día a esta asignatura pendiente. Su familia (mujer, dos hijos, tres nietos) descubren en él una alegría, una vitalidad y una iniciativa desconocidas.
Un ejecutivo de 42 años, con grandes y ciertas posibilidades de ascender a un puesto tope en la cadena hotelera en la que se desempeña, abandona de un modo inesperado su carrera por la nueva posición (en la que participan, aunque con menos posibilidades, otros dos colegas) y anuncia que se retirará de la profesión. El y su mujer, arquitecta, han decidido mudarse, con sus dos hijos adolescentes, a un pueblo del interior, donde administrarán la pequeña chacra que acaban de comprar. La iniciativa fue de él, que deseaba compartir más tiempo y proyectos con ella y estar más presente en la vida de sus hijos..
Un joven músico de 28 años, que toca en un grupo de jazz y dicta clases de su instrumento en forma privada, se encarga del manejo de su casa y prepara la cena cada noche de la semana para esperar a su pareja. Ella es una asistente ejecutiva que trabaja todo el día en una empresa farmacéutica.
Un empresario de 37 años, dueño de su propia compañía de servicios gráficos, ha decidido trabajar sólo hasta las tres de la tarde. Ha preparado a alguien para que quede al frente de las decisiones. En la tarde él busca a sus hijos en el colegio, les prepara la merienda y el baño, los ayuda en sus tareas y, cuando las hay, acude a las reuniones de padres en la escuela  Su esposa retomó, en esos horarios, sus estudios de economía.
Un agente inmobiliario de 39 años, divorciado hace ocho luego de una experiencia matrimonial de dos años, afronta una crisis emocional. Viene de sufrir decepciones porque aspira a construir un vínculo de compromiso y armonía con una mujer, pero no encuentra, hasta aquí, una compañera afectiva para ese proyecto. Según él, las mujeres parecen estar más concentradas en aspiraciones profesionales y sociales que en aspiraciones de construir una intimidad de a dos.

He acompañado, en mi trabajo con varones, las experiencias de estos hombres ¿Cómo encajan ellos dentro de la masculinidad de nuestros días? ¿La representan? ¿Son excepciones? ¿Son, peor aún, anomalías? Una cosa es cierta: no son mayoría. Y otra: son un síntoma. Cada uno de ellos puede ser visto como el emergente de muchos otros, minoritarios pero innumerables, como el denunciante de necesidades, deseos, búsquedas, aspiraciones que los varones están comenzando a explorar. Lo hacen con dificultades, con temores, con trabas ancestrales, con dudas y, en ciertos casos, también con urgencias.

Breve historia de un modelo 

A partir del siglo XVIII, cuando la Revolución Industrial cambió los modos y la organización de la producción económica, se instaló un modelo de masculinidad. Así como siempre le había tocado ir a los campos de batalla a combatir, ahora al varón se lo convocaba a las fábricas (hijas flamantes de la energía de vapor) a producir. Se acababa la familia como unidad económica que se dedicaba en conjunto a una tarea, agrícola o artesanal. Ahora los hombres irían a las fábricas, serían ellos los encargados de producir y, por lo tanto, de aportar económicamente al hogar, a través del salario, mientras las mujeres se dedicarían a la crianza, educación y salud de los hijos y a la administración del hogar.



Para dedicar toda su energía y disponibilidad a la producción (como a la guerra), el varón “debía” disociarse de su mundo emocional. El miedo, la tristeza, la duda, la ensoñación distraen, debilitan, son, desde entonces más que nunca, “femeninas”. Así como evolucionó la técnica y se consolidó la sociedad industrial a partir de aquel fenómeno social, también se consolidó, hasta convertirse en estereotipo, aquel identikit del varón. Definitivamente instalado en el mundo externo (fuera del hogar, fuera de sus emociones), para sobrevivir en él, el varón debió hacerse competidor, calculador, controlador, ejecutivo, decidido, físicamente fuerte, racional y, visto desde la contra cara, impiadoso, insensible, acorazado. Una vez instalado este modelo, se comenzó a llamar “masculino” a todo aquello que lo representaba y “femenino” a su contrapartida (la ternura, la receptividad, la duda, la sensibilidad, el miedo, la pasividad, la vulnerabilidad, la intuición).


El paso siguiente consistió en hablar de la “naturaleza masculina” y la “naturaleza femenina”, adjudicando origen natural a lo que es una construcción social y cultural. Si lo que llamamos “femenino” y “masculino” fuera natural, probablemente habría más armonía, menos enfrentamiento y desacuerdo entre varones y mujeres. Desde los años 60 del siglo pasado, las mujeres comenzaron a cuestionar vivencial y existencialmente los lugares fijos de la “masculinidad” y la “feminidad” y contribuyeron, aunque no exclusivamente, a transformar las costumbres sexuales, los modelos de pareja, los patrones familiares y buena parte del panorama social y económico. Acaso lo hicieron porque, si bien los modelos rígidos afectaban ambos por igual, disociándolos de una mitad de su ser, ellas estaban en un espacio más reducido, el doméstico, aunque más en contacto con sus necesidades emocionales.
 Los varones no acompañaron esa danza, realizando sus propios pasos. Y el final del siglo veinte los encontró en crisis con su propia condición.

Nuevos escenarios
En el mundo contemporáneo, muchas cosas que le estaban garantizadas al varón para desempeñarse como tal, y recibir su certificado de hombría, cambiaron sustancialmente. Entre ellas:
·         No  hay un lugar asegurado para el varón joven que se inicia en el mundo del trabajo. El hombre productor carece entonces, de base firme para ejercer su rol
·         Antes, cuando un varón cumplía los mandatos y alcanzaba un desarrollo económico o profesional, podía confiar en que éste sería permanente. Hoy no. Nadie está seguro en ningún tramo de la cadena productiva, ni el presidente de directorio ni el cadete.
·         El papel de proveedor económico, que le estaba destinado al varón y que, si bien lo privaba de  experiencias emocionales, le daba poder cierto en el plano familiar y social, ha probado no ser una exclusividad masculina. Por necesidad o por elección, las mujeres se mostraron como productoras y proveedoras económicas.
·         Las certezas, una herramienta esencialmente masculina de manejarse en el mundo, han desaparecido en todos los planos, para dejar paso a la incertidumbre.
·         La sexualidad dejó de ser como la contaban y la ejercían los varones. Desde la píldora en adelante las mujeres recuperaron la propiedad de sus cuerpos, de su deseo y con ello de su propia iniciativa sexual. Ya no se trata de una relación sujeto activo-objeto pasivo, sino de un intercambio y de una exploración conjunta, a la que el varón contemporáneo no ha sabido ni podido adaptarse aún a través de un replanteo de su propia sexualidad, tradicionalmente basada en el rendimiento (como tantos otros aspectos de su vida).
·         En los nuevos modelos familiares desaparecieron los roles rígidos con funciones estrechas y, por lo tanto, el lugar del padre ya no puede ejercido mediante la aplicación automática de la autoridad. Debe ser reocupado, redefinido y resignificado mediante una presencia activa, física y emocional, para la cual los hombres adultos de hoy carecen, en su mayoría, de modelos traídos de su experiencia como hijos.

Hacia los años 60, precisamente, la escritora Esther Vilar, argentina formada y residente en Alemania,  estimuló discusiones y revisiones con su descripción del varón domado, que destruía sin piedad la mitología del macho poderoso y la mujer sometida. Si bien aquello no cambió los parámetros existentes, sí mostró, por primera vez de manera masiva, las debilidades ocultas del modelo machista tradicional.
Hoy, a la luz de los cambios que reseñé, cabría hablar de un varón desorientado, al cual los lineamientos tradicionales de la masculinidad le permiten aferrarse a ciertos espacios, pero no le garantizan satisfacción espiritual, ni un lugar cómodo en sus vínculos (de padre, de pareja, de jefe, etc.), en los que a menudo se ve o se siente cuestionado.

Hombre joven, hombre adulto
Los hombres que han trascendido los cuarenta y se encuentran con que eso es hoy apenas la mitad de la vida, se empiezan a cuestionar qué hacer con la segunda mitad y, cada vez más, se deslizan a crisis existenciales que se expresan de modos diferentes. Puede ser la aparición de una crisis vocacional, el descubrimiento de asignaturas pendientes (emocionales, vocacionales, físicas), divorcios, búsqueda de nuevas compañeras (generalmente más jóvenes, como si se persiguiera una ilusoria transfusión de vigor para no dejar de ser el que se supo ser), viajes iniciáticos, reencuentro con hijos de los que se encontraban distanciados por su propia ausencia; a veces los conmueve un tema de salud que les recuerda que tienen un cuerpo (no sólo una herramienta de rendimiento laboral y sexual), o se replantean de la relación con los propios padres (ya sea para salir del lugar de hijos o para una aproximación reparadora).

Algunos, presas de insatisfacciones indefinidas, se proponen súbitas metas económicas (“Se acabó, ahora lo que quiero es tener mucha plata”) que a veces cumplen aunque con altos costos emocionales, vinculares o físicos. Otros entran en una suerte de ostracismo social, se retiran de sus vínculos de amistad porque dejan de encontrarlos significativos, o manifiestan un bajo perfil sexual.
Los varones saben muy poco de su propia menopausia, de los cambios hormonales que los afectan, de las variaciones anímicas, de las transformaciones en conductas y actitudes que los pondrían en un plano de mayor armonía, de las necesidades que se inauguran a medida que evolucionan. La desorientación masculina  se intensifica, con frecuencia, por la repetición de hábitos, pautas y comportamientos incorporados de un modo automático, siguiendo mandatos culturales, familiares y sociales, jamás revisados o cuestionados. Esto los desfasa respecto de las mujeres, de sus hijos, de nuevos espacios que se abren en el mundo en el que viven. Desorientados, pues, algunos se sumergen en más de lo mismo (el varón workaholico suele corresponder más a una huída que a la búsqueda de un objetivo) o en sujetos en fuga (lo que las mujeres, desalentadas, llaman fóbicos).

Se suele decir que este perfil corresponde a un varón ya en retirada, que las nuevas generaciones masculinas son distintas, más sensibles, más conectados con lo emocional, conectados de otra manera con el trabajo o con la mujer. En parte eso es así, pero sólo en parte. Los varones jóvenes no nacieron de repollos, ni los trajo la cigüeña. Son hijos de padres mayormente formados bajo un modelo muy estructurado y es lo que han conocido como patrón. Han cambiado, se han flexibilizado los discursos acerca de la masculinidad. Pero siempre un discurso cambia más rápido que una conducta. Ni a los hombres adultos ni a los jóvenes los satisface existencialmente el modelo masculino “oficial”. Ese modelo genera malestar emocional, pobreza vincular y, también, deterioro de la salud física. Los varones viven menos que las mujeres, son más propensos a las dolencias cardiovasculares, a los efectos del estrés, a los accidentes, a ser víctimas y victimarios de la violencia. Hay razones fisiológicas para esto, pero conviven con un alto componente de toxicidad cultural.

Cada vez más varones jóvenes parecen proponerse un nuevo modelo. Y se los elogia diciendo de ellos que son más “colaboradores” en lo doméstico, en la crianza de los hijos, en lo conyugal. Sin embargo, el “colaborador” no es un co-protagonista. Se mantiene como actor de reparto. Probablemente así sea mientras los hombres no comiencen una transformación interior. Suele decirse que como es adentro es afuera.  Los cambios de los varones tienen hoy más del afuera que del adentro. Y esto no es cuestión de edad, sino de género.

Una puerta maravillosa
De acuerdo con mis experiencias, cuando un varón se propone reencontrarse con esa parte perdida de sí mismo que es su mundo emocional, sus aspectos sensibles y receptivos, hay una puerta luminosa que lo conecta con ese territorio. Es la puerta de la paternidad. Cuando un hombre habilita, transita y ejerce sus funciones paternas, se producen en él notables transformaciones. Aparecen la empatía, la solidaridad, la capacidad de escuchar, la ternura (que en el varón no se manifiesta del mismo modo que en la mujer), la intuición.
La paternidad parece tener para el varón, una poderosa cualidad reparadora, sanadora. No se trata sólo de la paternidad vinculada con el nacimiento de un hijo (ni hablar de cuando es el primero), sino de todos los tramos posibles de esta vivencia masculina. Hay hombres que descubren su mundo emocional y se hacen protagonistas del mismo cuando nace ese hijo, a otros les ocurre cuando por alguna razón vinculada a las historia de sus vidas, inauguran un vínculo diferente con un hijo que ya está en sus vidas; otros acceden a esta vía a raíz de la turbulencia que deviene de la adolescencia de sus hijos. Hay quienes revisan sus vínculos como hijos y, al tiempo que se reposicionan como padres, construyen una nueva relación con un padre con el que acaso los unió el temor reverencial, la distancia o el silencio. La paternidad se le ofrece al varón como una valiosa herramienta para el reencuentro consigo y con los otros hombres. Allí no hay riesgos de sospechosas “blanduras”, no hay nada de “femenino” en el ejercicio emocional pleno de la paternidad. Los hombres que se conectan con esta evidencia se transforman.

Las funciones paternas son, entre otras, la transmisión de valores (a través de actos antes que de palabras), la habilitación del mundo exterior para el hijo, la instrumentación de los vástagos para la entrada en ese mundo y el acompañamiento en tal entrada, la demarcación de límites que en lugar de amedrentar y postergar, ayuden a crecer y a entender las reglas de la vida, la transmisión de un modelo emocional diferente y complementario del femenino. Esto se transmite en conversaciones, en juegos, en experiencias compartidas. Y tales funciones son posibles siempre, a cualquier edad, el vínculo del padre con el hijo no se juega en una sola acción. Esto es algo que los varones, acostumbrados a las apuestas extremas, a veces tardan en comprender. Y las funciones paternas, por fin, exceden la cuestión de sangre. Es decir, un hombre las puede ejercer con sus hijos biológicos o con los del corazón, con los que gestó o con los que adoptó. Siempre habrá hijos e hijas necesitados de ellas, que las recibirán como un nutriente irremplazable.

Acaso al  ejercer su pleno protagonismo en la paternidad, algo que parece un proceso inevitable e impostergable, los varones empezarán a salir de una armadura que los aprisionó durante siglos. Afuera, hay quienes los esperan. Robert Moore, profesor de Teología y Religión, del Seminario Teológico de Chicago, psicólogo jungiano y autor de La nueva masculinidad junto Douglas Gillette, afirma: “El enemigo de ambos sexos no es el sexo opuesto, sino la fragmentación del sí mismo de cada uno”. En esa fragmentación los hombres quedaron aislados de su mundo interior. Regresar allí es prioritario para completar la transformación del varón, a la que el filósofo Sam Keen, autor de Fuego en el cuerpo e Himnos a un Dios desconocido, llamó “la gran revolución pendiente en el siglo XXI”.

¿Representan una esperanza esos los varones todavía minoritarios que se van internando en esa revolución pendiente? ¿Son apenas un error? ¿Sobrevivirán? ¿Auguran la posibilidad de otro paradigma masculino? ¿Son concientes de lo que enuncian? Esta serie de interrogantes podría converger en uno solo, el siguiente: ¿es posible transformar el paradigma masculino, instaurar en su lugar un modelo de hombría sostenido en la fuerza del amor, en el coraje del espíritu y en la bravura de la compasión?

Si dijéramos que  estos varones no cambiarán algo, que no sobrevivirán a su intento, que nada anuncian, estaríamos señalando que la toxicidad de lo masculino conocido e imperante es algo natural, inherente a la vida. La complementación de los sexos sería entonces una mera utopía y la única vía para garantizar y honrar a la vida, el amor, el cuidado, la sanación y la solidaridad en este planeta consistiría en eliminar al sexo tóxico para que reine el otro. Una absurda paradoja. Ciertas posturas feministas radicales parecen postular esto. Con más palabras y teorías suelen terminar por proponer, en espejo, lo mismo que los hombres machistas: un mundo sin el opuesto complementario, sin integración creadora  fecundante, o a lo sumo, un mundo en donde el otro sexo sea apenas un objeto al servicio del sexo al que uno pertenece.

Creo, en cambio, que el paradigma masculino hegemónico es una deformación dolorosa y dañina, la metástasis de la intolerancia, un modelo de pensamiento y de acción a contrapelo del propósito esencial de la vida, que es el de perpetuarse a sí misma preñada de trascendencia y significado. Los pocos, silenciosos e ignotos hombres que atraviesan la experiencia de una masculinidad vital son emergentes de otro paradigma, ellos anuncian, sin pretenderse profetas, la existencia del mismo. No representan, lo he dicho en uno de los capítulos iniciales, un movimiento, no han desarrollado lemas ni consignas, no siguen políticas conjuntas (salvo aislados grupos). No arrastran a la sociedad ni, mucho menos, a masas de varones detrás de sí. Viven sus vidas, crean vínculos diferentes, exploran caminos distintos, procuran darle a sus existencias un sentido emocional, espiritual, afectivo profundo. A menudo lo hacen solos, sin conocerse, simplemente honrando sus vidas y vínculos cotidianos. Tratan, aunque no lo declamen, de que su paso por la vida deje una huella fecunda, una simple y pequeña huella fecunda. Observados en el conjunto, muchas veces estos hombres parecen anómalos, sapos de otro pozo, patitos feos. Todos sabemos cómo terminaba el cuento de Andersen: el patito era un cisne bello y majestuoso. Sólo por eso los patos, ignorantes,  se burlaban de él, lo despreciaban, no lo incluían en la comunidad de los patos.

El tiempo de las conductas
¿Cómo se transforma un paradigma? ¿Cómo se cambian creencias profundamente enraizadas, tan profundamente como para hacernos confundir un mandato cultural con una ley natural? De acuerdo con mi experiencia, ese cambio es más viable y sustentable cuando comienza por las actitudes, por las acciones, por las conductas. Así se han impuesto y consolidado los paradigmas vigentes. No a través de discursos, ni de lecturas, sino de hechos cotidianos, perceptibles. Podemos pasar siglos describiendo, denunciando y explicando el modelo machista y sus consecuencias, podemos convocar foros, publicar libros, filmar películas, producir videos, organizar mesas redondas. Los asistentes estarán de acuerdo. Ya ha ocurrido. Y seguimos viviendo en el mismo mundo, bajo los mismos mandatos, acaso maquillados. No es que todo lo anterior no sirva. Contribuye. En un momento inicial es necesario hablar, denunciar, escribir. Así empieza el camino. Pero si de veras ansiamos un cambio, en un momento de la marcha esto deberá ser apenas el complemento, no el plato fuerte. Habrá llegado el tiempo de las conductas. O nada cambiará y terminaremos diciendo escépticos, como alguna vez lo hizo James Joyce: “Si no podemos cambiar de país, cambiemos de conversación”.
¿Qué son conductas? La respuesta a esta pregunta puede abrir un abanico sorprendente. Veamos cuándo y cómo, de qué maneras reales y accesibles, un hombre cambia una conducta y, por lo tanto, ayuda a la transformación de un paradigma:
Un hombre que tiene prioridad y tiempo para atender a sus hijos, para preguntarles y escuchar, para compartir experiencias con ellos, que participa activamente de la crianza de esos hijos, aunque eso signifique postergar un ascenso profesional o resignar un ingreso, cambia de conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se niega a morir o a matar en una guerra y afronta las consecuencias de esa decisión, cambia una conducta, ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que, en cualquier actividad (ya fuere comercial, política, deportiva, militar, económica, organizacional, investigativa, científica, tecnológica, cultural o sanitaria) se niega a cumplir órdenes o mandatos inmorales, fuera de ética, corruptos, que dañen a otros, a cualquier ser vivo  o al medio ambiente, aunque esa negativa tenga consecuencias económicas o curriculares, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que respeta las leyes y las normas, aunque le obstaculicen el camino o se lo alarguen, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se niega a que la corporación que lo contrata pretenda comprarle la vida con el salario y que hace respetar sus horarios, sus ideas, sus necesidades y sus espacios personales, cambia una conducta y transforma un paradigma.
Un hombre que cuando siente que ama dice “Te amo”, y traduce su amor en actos y no cree que eso lo convierte en un sometido, cambia una conducta y a ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que reconoce cuándo no puede, o cuándo no sabe o cuándo ha sido vencido en buena ley, así fuere en los negocios, como en el deporte, en el amor o en la política, y que no prepara su revancha como primer objetivo, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que actúa en política y no vende sus sueños, sus utopías o su proyecto para un bien común, aunque eso signifique tener menos poder, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que no se vanagloria de victorias deportivas obtenidas a cualquier precio (trampas, violencia, doping, influencias de poderes externos, soborno), que no acepta esos precios y que los denuncia, cambia una conducta y transforma un paradigma.

Un hombre que ve en las mujeres algo más que una vagina, un par de pechos o un par de piernas que sostienen unas nalgas turgentes, un hombre que respeta lo diferente de lo femenino y se interesa por conocerlo y honrarlo, un hombre que para ser fuerte no necesita una mujer débil, que para ser sexualmente activo no necesita una mujer sexualmente inerte, que para ser tierno no necesita que su mujer sufra, que para valorizar su modo de ver el mundo no necesita descalificar el de la mujer que está con él, un hombre que pueda escuchar a la mujer sin interrumpir y sin verse obligado a dar respuestas y soluciones, un hombre que se atreve a mostrar a su mujer sus capacidades e incapacidades, su inteligencia y su estupidez, su fuerza y sus flaquezas, su capacidad sanadora y sus heridas, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que acompaña el crecimiento de sus hijos y les transmite confianza y admiración, sin desvalorizarlos cuando ellos se equivocan en la búsqueda o no se amoldan a la expectativa de él, que incluso los autoriza a equivocarse, que los guía con límites firmes y afectuosos y que les garantiza con actos el carácter incondicional de su amor, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que elige a su mujer y que, mientras las razones profundas de esa elección sigan vigentes, la honra siéndole fiel y confiando a su vez en ella, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se autoriza a cambiar su vocación cuando una voz interior se lo pide, que se permite ganar menos y disfrutar más, que puede verse desnudo, sin el traje de su oficio y profesión, y disfruta de lo que ve, que no posterga sus prioridades espirituales y emocionales en nombre de la exigencia productiva, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que no arma su identidad según el juicio, el gusto y la opinión de los otros (en especial cuando los otros son personas atadas al paradigma machista), sino que se permite seguir sus gustos y atender sus necesidades, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que renuncia a actividades depredadoras como la caza, el tiro, la tala indiscriminada, la modificación injustificada de paisajes, la construcción destructiva y contaminante,  y que se propone respetar todas las formas de vida existentes, cambia la conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre respeta límites de velocidad, que no sale a la calle a imponerse, que no usa su auto como un arma, que aprende a ir más lento aunque llegue más tarde, que no cambia su coche frecuentemente sólo para demostrar su poder, y para disimular sus inseguridades, que se priva, de esa manera, de contribuir al consumo estéril, derrochador y contaminante, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se preocupa por su salud y le da un espacio no marginal en su espectro de ocupaciones, para que de ese modo no sean otros (su familia, la sociedad) los que tengan que cargar con las consecuencias, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se niega a ser manipulado por quienes le generan falsas necesidades, lo incitan a la competencia fatua, o pretenden seducirlo con ilusiones de poder o identidad, y se niega a rendirse ante el consumismo obsceno, descarado, depredador y contaminador de la sociedad contemporánea, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que abre espacio en su vida para las exploraciones, las preguntas, las búsquedas y las experiencias espirituales (no necesariamente religiosas), cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que, en su vocabulario y conversaciones de todos los días, se niega explícitamente a usar palabras como matar, robar, joder (a otros), usar (a otro), coimear o zafar (entre otras afines) y que se propone concientemente incluir términos como amor, amar, ayudar, pedir, comprender, perdonar, escuchar, aceptar, acariciar o esperar, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se preocupa menos por la economía y la tecnología y más por la mitología, puede conocer la cantidad de dioses fabulosos que habitan en cada varón, las enormes riquezas y potencialidades físicas, emocionales, psíquicas y espirituales que éstos representan, la enorme pobreza interior que sobreviene cuando esos dioses están dormidos o ignorados y la energía creativa que transmiten cuando se los despierta y convoca. Un hombre que, sólo o con otros hombres, se propone descubrir los dioses y mitos que lo habitan y los conecta con su vida cotidiana, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que aprende a jugar para divertirse y confraternizar, para intercambiar el estimulante sudor del esfuerzo compartido, que deja de hacer de cada juego (fútbol, tenis, básquet, hockey, etc.) un campo de batalla, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que admite sus límites, que se detiene en donde éstos comienzan y que da lo mejor de sí antes de alcanzarlos, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que compite para superarse en primer lugar a sí mismo, antes que para batir, imponerse o humillar a otro, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que hace de otro hombre su confidente espiritual y su apoyo emocional, que aprende a escuchar el corazón de otro varón sin cuestionarlo, sólo recibiéndolo, y que aprende a abrir el suyo y a depositarlo en las manos de otro varón, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que rechaza explícitamente (de palabra y en actos) la conducta o el discurso machista de otros hombres, así éstos sean sus amigos, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que vive de acuerdo con los valores que predica en lugar de predicar valores que no ejerce, un hombre que traduce su amor en hechos concretos de amor, su honestidad en hechos concretos de honestidad, su sinceridad en hechos concretos de sinceridad, su austeridad en hechos concretos de austeridad, su compasión en hechos concretos de compasión, su solidaridad en hechos concretos de solidaridad, su aceptación en hechos concretos de aceptación, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que puede poner límites sin ser violento, un hombre que (ante su mujer, sus hijos, sus amigos, sus hermanos, sus subordinados, sus superiores o ante los desconocidos) puede ser firme y suave, claro y confiable, emprendedor y receptivo, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.


Nosotros, los monos
Cuantos más ejemplos se dan, más ejemplos acuden a la mente. Cada varón puede traducir todas las propuestas anteriores a sus propias vivencias de cada día y puede agregar, desde su propia experiencia masculina, nuevos aportes. Cuantos más hombres, durante cada jornada, protagonicen más cambios en sus actitudes y acciones, mayor cantidad de  transformaciones serán perceptibles en el universo que compartimos.
Cambiar el paradigma de la masculinidad tóxica requiere la repetición de ciertas conductas de un modo sostenido y creciente, el compromiso con una actitud y la convocatoria, hombre a hombre, a que más varones lo hagan. Se trata de crear el campo mórfico de la masculinidad sanadora, nutricia, compasiva, amorosa, fuerte, creativa. ¿Lo que hacen los monos es imposible para los hombres? Probablemente no, siempre y cuando los varones asuman la tarea transformadora con su energía mítica de Guerreros.  Estos guerreros no van a ningún campo de batalla exterior, no van a matar, a destruir ciudades y vidas, en nombre de su dios, del petróleo o de una cínica versión de lo que llaman “paz”. El Guerrero interior, mítico, de cada varón afronta otra odisea. El místico hindú Osho lo definió de esta manera: “Habrá numerosos enemigos internos, pero no habrá que matarlos ni destruirlos; tienen que ser transformados, tienen que ser convertidos en amigos. La rabia tiene que ser transformada en compasión, el deseo en amor y así con todo. Por eso no es una guerra, pero un hombre necesita ser un guerrero”*

Una de cobardes y valientes
No ignoro que las ideas y propuestas que vengo desarrollando en este capítulo pueden ser recibidas con sonrisas y comentarios irónicos, cínicos o escépticos. No ignoro que me caerán calificativos como “ingenuo”, “inocente” o, en el mejor de los casos “idealista”. En el universo del cinismo materialista, “idealista” se ha convertido en un término peyorativo. No ignoro que, en su mayoría, el escepticismo y la sorna provendrán de hombres. Y será así porque para internarse en la transformación del modelo masculino hegemónico y vigente, se necesita de un coraje que no se aloja en los músculos (aunque llegado el caso, también se lo podrá encontrar allí), ni en los testículos (después de todo, nacer con testículos no es un logro, sino apenas un accidente biológico, tanto como nacer con ovarios). Se trata de un coraje espiritual, profundo, que abarca a todo el ser y que se desarrolla junto con la propia conciencia. Es un coraje que nos rescata del vacío existencial, nos lleva a construir vidas con sentido y trascendencia, nos permite fundar, en el día a día, una razón para nuestro paso por la vida.

Todos los hombres tienen testículos, pocos hombres tienen coraje espiritual. Lo primero viene de fábrica, lo segundo se construye. Durante su edificación se cambia y se mejora al mundo. Se puede pasar por la vida sin coraje espiritual, ello no impide ganar dinero, coleccionar autos y mujeres, tener mucho poder, estar arriba entre los top ten de la economía, la política, el deporte, la tecnología, el sexo genital, la guerra. No se necesita coraje espiritual para responder a los mandatos de una masculinidad empobrecedora y limitante. No se necesita coraje espiritual para ser macho. Sólo basta con ser obediente. Y muy temeroso, casi un cobarde. Temeroso de las consecuencias de elegir, de decir no, de seguir un camino propio, de conectarse con el propio mundo emocional, de pedir, de comprometerse, de entregarse, de confiar, de amar. El paradigma masculino hoy vigente intoxica al mundo y a la vida en todos los aspectos. Forma hombres cobardes. Va contra la vida.

Transformar ese paradigma no es una tarea que puede esperar. No viene después de solucionar problemas políticos, sociales o económicos. Viene justamente antes. Porque los grandes problemas que aquejan hoy al planeta y a las personas en su vida y sus vínculos cotidianos tienen una poderosa raíz en ese paradigma. Proponer su transformación y proponer las conductas que la faciliten no es una muestra de ingenuidad. Es una prioridad. El cambio lo necesita la humanidad en su conjunto. Pero no lo producirá la humanidad en su conjunto. De acuerdo con los paradigmas con que hoy vivimos, cuando los individuos se disuelven en categorías como pueblo, electorado, masa, hinchada, público, mercado, clientela, admiradores, consumidores, audiencia, ejército o, para éste caso específico, hombres, las energías más oscuras, los instintos más atávicos, las creencias más siniestras y depredadoras (tanto en lo material como en lo espiritual) parecen emerger y desplegarse. La humanidad parece transitar aún un estadio muy precario, muy primitivo de la evolución de su conciencia. En este estadio, cuando se sale del plano personal  y se pasa a lo colectivo, la instancia grupal suele ofrecerse como un espacio de impunidad insalubre antes que de comunión fecunda. Las instancias colectivas no son, aún, escenarios transpersonales, que permiten extender lo propio hacia una totalidad creativa, fecunda y trascendente. Habrá, quizá, un momento en que así ocurrirá, en que cada ser humano se reconocerá como parte de una totalidad que lo trasciende y que, al mismo tiempo, necesita de su singularidad para existir. Como sucede con las células de nuestro cuerpo. Cada una es única, unidas dan forma al organismo, el organismo no existe sin ellas ni ellas sin él. Pero no es éste el momento. Hoy, la mayoría de las veces, los espacios masivos no recuerdan a células que crean nuevos y sanos organismos. Parecen, en cambio, tumores.

Por eso, acaso, cada hombre cuya conciencia despierte, cada varón en el que aparezca su propia necesidad individual e intransferible de transformarse, se convertirá (si lo hace) en agente de un cambio que ya es impostergable. Al paradigma masculino tóxico lo cambiarán hombres de carne y hueso, individuos que, en sus vidas cotidianas, en las experiencias reales y accesibles de su diario existir, comiencen a actuar de manera diferente, apartándose de mandatos insalubres para su vida física, psíquica y espiritual, para la de sus seres cercanos y queridos y para la del planeta. Cada hombre que cambie una de sus conductas hará cambiar al modelo. No será al revés. No habrá primero un cambio de paradigma. Habrá primero una transformación en las personas. O pereceremos intoxicados.
La esperanza sólo podrá tener el rostro de cada hombre que asuma la responsabilidad de la transformación. Serán rostros anónimos. Serán los que fueren. Cuando lo hagan. Mientras aún quede tiempo.

                                                             Escrito por: Sergio Sinay





* El libro del hombre, Ed. Debolsillo, Buenos Aires 2005.

0 comentarios: